Hace unos años pasé varios meses viviendo en un hostal de mala muerte situado en el centro de Edimburgo, un hostal juvenil al que llegué a llamar “hogar” a pesar de sus inconvenientes, que no eran pocos.
Ya no vivo allí. Sin embargo, de vez en cuando me gusta pasar por su puerta, como si yendo a los sitios fuese posible viajar en el tiempo. Paso por allí, y aunque soy de los que se aferran al presente, admito sentir cierta morriña: me falta una guitarra, alguna lata de cerveza, algún que otro amigo…
Ya entonces, cuando yo formaba parte de su fauna humana, tenía cierta sensación de vivir en un puerto. Llegaban y partían personas procedentes de todos los rincones del planeta; incluso individuos de otros mundos, diría yo.
A todo se hacía uno, pero a veces ese ir y venir podía llegar a cansar un poco, sobre todo si llegabas a sentir cierto apego por algunas de esas personas. De este modo pasaba uno a convertirse en algo así como un coleccionista de despedidas.
Hace más de un año que no tengo aquí a ninguno de aquellos primeros compañeros, aquellos que nos apoyábamos mutuamente en nuestra condición de recién llegados, aunque sólo fuese yendo a tomar una cerveza para despejarnos; resultaban agotadoras aquellas primeras semanas en tierra extranjera.
Sin embargo, a pesar de los cambios y de no vivir en el hostal desde hace mucho ya, aún permanece en mí esa sensación de encontrarme en un puerto. Ya no veo marineros ir y venir constantemente portando banderas de mil países. Pero continúan las bienvenidas, les suceden sus correspondientes despedidas, y uno permanece aquí, viéndolos llegar, cumplir su misión, y partir para continuar dándole sentido a sus vidas.
Pero no sólo hablo de personas. Se lo comentaba a un amigo por carta hace unos meses: es también la ciudad. Aquella ciudad del primer año, a veces no me parece la misma. A pesar de los mismos edificios, las mismas calles, el paseo por el río, la línea 26 para ir a Portobello… A veces parecen pertenecientes a un universo paralelo, clónico, gemelo, exacto, pero que ya no es el mismo ni volverá a serlo nunca más. Y es que mi vida no es la misma, yo no soy el mismo…
He ahí el quid de la cuestión. No importan el donde ni el cuándo. El puerto le acompaña a uno. Si algo aprendí de la Física y de sus primeras nociones de Relatividad, es que uno mismo es puerto y marinero a la vez.
Posiblemente algún día sea yo quien me marche de esta tierra, y serán otros los que se queden. Sin embargo, vaya donde vaya, ese tránsito de personas y universos paralelos deberá continuar para que la vida siga siendo vida y para que uno siga creciendo. Y amando.
Y es que jamás se despide uno de aquello que no ha amado alguna vez. Y de aquello que ha amado, uno jamás se despide del todo...
Pedro Pérez Linero
:)
ResponderEliminarSeguro que el spaguetti sigue pegado al techo de la cocina, testigo de esas idas y venidas...
Un abrazo a los habitantes del Princess St backpakers que hemos dejado un cachito de nosotros entre toda aquella "dodginess"
Que voy a contar de ese antro tan magico... de hecho yo conoci a una de las marineras que atracó en ese puerto y con ella sigo dando vueltas por los mares, la vida. Y de todas las banderas que pasaban por alli, casualmente esa marinera llevaba la misma que yo.
ResponderEliminarAunque los dos, por muy marineros que seamos, somos de agua dulce que a la primera ola nos poenemos verdes.
No se yo si ya no queda nadie por alli eh! seguro que si barren un poco o levantan alguna alfombra, aun sale Darren por alli :)
Muchos saludos a los backpakers & Co. y no dejeis nunca de ser puertos y marineros.
Me ha encantado tu cuento Pedrín. Ya estoy empezando a sentirme marinera en el puerto de Edimburgo, es cierto que no seremos los mismos cuando partamos de aquí. Lo noto, mi vida en Edimburgo me ha cambiado y me seguirá cambiando, espero q para bien...
ResponderEliminar