lunes, 31 de enero de 2011

Sola

Suena típico que alguien te recuerde lo bien que vives. Puede resultar que resalten tu fortuna. ¿Para qué nos debería servir eso? ¿Para ser más felices? ¿Para entrar en acción? ¿Para seguir, aliviados, cobrar conciencia de nuestra suerte, y continuar? Por mucho que nos acordemos, que comparemos, las desgracias de otros no se van. Nos sorprendería, quizás, conocer cuánta culpa tenemos en este, o en ese asunto desgraciado que afecta a aquellas personas, lejanas, a las que, probablemente, no veremos ni conoceremos. Pero no se esfuma, de verdad que no lo hace. La desgracia sigue ahí, la tristeza y el desamparo no abandonan. Cuando nos preocupamos por un conflicto político, armado, …, ¿por qué nos preocupamos? (el que lo haga). Quizás sea, propongo, porque sabemos que las consecuencias las sufren personas, humanas, como tú, ella, como yo. Personas que sienten, que padecen, y que, no sé cómo,  aguantan. No quiero esa angustia para mí, no la quiero para nadie. Y de esto, precisamente, va el relato que quiero compartir con vosotros.
Cuando lo escribí sí tenía en mente lugar y situación. Luego, pensé que eso era lo de menos, que lo importante eran los sentimientos. Hoy, que quiero encontrar algo de optimismo en todo esto, casi lo consigo. Mi situación era oriente próximo, el conflicto palestino-israelí, aunque no se pueda apreciar. Desalentador, en cualquier caso. Sin posible solución, según algunas personas de las partes enfrentadas. Y entonces llega la noticia: revueltas en Egipto. Revolución democrática del mundo islámico. Personas que salen a la calle y piden cambio, defienden sus derechos, luchan por lo que, sensatamente, creen que merecen. Y leo: Un barbudo con galabeya (túnica) coge el brazo de un joven con una gorra de béisbol. El primero reconoce ser un hermano musulmán. Su amigo muestra el tatuaje de la cruz en su muñeca que le identifica como cristiano. “No importa de qué religión seamos, no importa la clase social, estamos juntos por nuestros hijos. Debéis contarle al mundo lo que estamos haciendo. Mubarak debe marcharse” (El País). Idealista, puede parecer; esperanzador, en cualquier caso, sin duda. Queda esperar un desenlace afortunado para, por lo menos, mi sentido común.
(No quería transmitir tanto pesimismo, no quiero esa carga. Por eso, por si lo olvidábais: quedan cosas bellas.)


Sola

No sé para quién escribo, no sé si esto llegará a algún lugar, ni siquiera sé si lo llegará a leer alguien. Sólo sé una cosa, el motivo.
Me he quedado sola, sola. No encuentro a mi madre, mi padre ya murió, mis dos hermanos acaban de morir... y mi casa, mi casa... ¿Dónde está mi casa?, ¿O debería decir lo que queda de ella? No quiero pensarlo... ¡No quiero! No quiero.

Me dicen que soy diferente. Creo que lo soy. Sí, diría que lo soy. A veces me pregunto cómo es posible que piense así, mientras todos los de mi edad piensan... de otra manera. Creo que poder ir a la escuela me ayudó. No es esto último lo único, está el otro gran motivo de peso, la hermana de mi madre. Emigró a Europa con su familia hace varios años, pero hasta hace muy poco no hemos perdido el contacto con ella. Está en España, o al menos eso es lo último que supe. Nos ha mandado dinero durante mucho tiempo, y lo más importante para mí, sus cartas. En un estado como este, en el fondo, muy en el fondo, no hay nada más valioso que la esperanza y la ilusión. Ella, sin lugar a dudas, nos la transmitía en todas y cada una de sus cartas.
Al principio nos parecía imposible vivir en un lugar donde el sentimiento de cada día no
fuera el odio, la desesperación, el desprecio... más tarde comprobamos que podía ser de otra manera. La realidad en la que mi tía se hallaba no era ni la mitad de cruda que la nuestra. Su pan de cada día era muy distinto, quizá fue por eso que algo dentro de mí cambió, otra vida era posible. Una luz empezó a crecer. La he mantenido y la mantengo en secreto, tan en secreto que a veces hasta olvido que está ahí, como ahora. Para saber por qué la tengo que ocultar no hace falta ser muy inteligente, soy mujer. Aunque, por suerte, pude compartir mis sentimientos y pareceres más profundos con mis hermanos, que supieron comprenderlos, y que siempre lo harán, aunque ya no estén conmigo, aunque su luz se haya apagado, porque, de alguna manera, en su interior ellos también poseían esa luz.

Intento evitar pensamientos de todos estos días que han quedado atrás, lo intento, pero no puedo. No puedo dejar de recordar la cara de aquel niño, aquel que quedó atrapado bajo el muro que una bomba derribó, aquel niño que gritaba entre lágrimas: “¡No quiero morir!”. No puedo olvidar a su familia llorando desconsolada, agitando el cuerpo del pequeño. No puedo olvidar el día en el que mi padre falleció, hace ya tiempo. No puedo olvidar las caras de mis hermanos, sus cuerpos tumbados en el suelo, sus ojos cerrados... era tan parecido a cuando dormían. No puedo olvidar que mi madre ha desaparecido, que no sé dónde estará, ni siquiera si aún estará. Sencillamente, no puedo.
Y en este momento de dolor, ahora, he de enfrentarme a la frialdad de los tiempos. No sé qué es peor, si quedarme tras la oscuridad de algún edificio de los que quedan en pie, o salir hacia la luz y, paradójicamente, encontrarme con la angustiosa realidad, mi realidad. No me cabe en la cabeza que no vaya a volver a ver a mi familia, que mi día a día sea muerte, hambre, tristeza, y por supuesto, temor a lo que pueda pasar.

Te diré lo que me queda. Lo que me queda es ver cómo dos culturas luchan sin sentido, personas que han convivido, que han cruzado sus caras cada día, y que han compartido incluso sentimientos. Observar toda la miseria que se ha apoderado de mi ciudad, observar todos los cadáveres yacientes a mi alrededor, observar todo el odio que se puede casi palpar entre la gente, observar las caras de desolación de absolutamente todas las personas con las que me cruzo, y esperar vagamente, y con mucha suerte, que el porvenir que nos espera sea mejor que los últimos cuarenta años.

No te diré mi nombre, no necesitas saberlo. No te diré dónde vivo, de dónde soy, no necesitas saberlo. Sólo espero que tus ojos se abran, que caigas en la  realidad en la que vivimos, pues no es otra que la que hoy te cuento. La vida, la vida así, no es vida.

                        Escrito por: Paula Mejías Rosa

1 comentario:

  1. Me ha encantado. Has logrado que me sienta en la piel de las personas que allí viven porque has sabido plasmar los sentimientos desencadenados por la cruda realidad.

    Un saludo!

    ResponderEliminar